Yuri Herrera: Un día en la vida
Éste es mi día de fiesta: una frazada, un café con azúcar, zapping entre una novela y un libro que quisiera ser novela pero es filosofía desesperada, ojear sin mucha esperanza la tele francesa. Afuera hoy hace lo que aquí llaman buen tiempo: ocho grados centígrados. Afuera hay lo que aquí no llaman aunque la arquitectura proclame: el primer mundo por venir. Una colmena de edificios todos parecidos, con lobby, elevadores, estacionamientos, mucha cosa humana, salvo gente. La mayoría de los edificios aún está por habitar, y los que ya tienen algunos cuartos habitados están vacíos por las fiestas. Al frente del departamento en el que me quedo, una pareja da señales de vida: cocinan, miran la televisión, salen a fumar. A veces hemos coincidido en los balcones pero entonces ellos o yo miramos en otra dirección. Hoy ha llegado una tercera persona, una señora mayor, quizá la madre de alguno de ellos, también sale a fumar.
A veces pasa alguien caminando por la calle. Puedo escucharlo a media cuadra de distancia, y si tengo el abrigo a mano salgo al balcón y lo sigo hasta que desaparece por la esquina. Me pregunto si irá a coger con alguien o si irá a comer con alguien o qué hace por aquí. Recorrer esa calle es un poco siniestro. No porque parezca que hay alguien con gusto por la degollina escondido y listo para saltar. Sino porque no hay nada. Una siniestra nada bien portada, de sonrisa torcida de labios rosas. En esas plantas bajas en un futuro incierto habrá pastelerías y kebabs, lavanderías, bares, tiendas. Ahora sólo hay vidrieras. Y afuera, mirando las vidrieras, escombros de la construcción de los edificios, como pidiendo que no los dejen a la intemperie.
He ido al centro de la ciudad, donde hay tanta comida buena y tantas muchachas hermosas y elegantísimas y distantes; y las traboules que se construyeron hace siglo y medio, que bajan hacia el río de edificio en edificio, y por donde escapaban los obreros durante la revolución del 48 porque la policía no entendía esos túneles y no se atrevía a entrar. Pero hace frío, mañana es mi cumpleaños y aquí estoy sin familia ni tequila a mano ni mole pa paladear; y vuelvo del centro y me acurruco en este departamento Lyonés que me han prestado donde hace un calor que apapacha, y del que me he adueñado por la vía de dejar la ropa tirada y los vasos sucios, porque nada dice Esto es mío como la propia guarredad.
En unos días vuelvo a dar las clases para las que me invitaron y volveré a conversar con franceses. Mientras tanto, imagino que la pareja y la madre al otro lado de la calle hablan en español; y en los otros departamentos imagino el francés que no están hablando, que de todas maneras apenas si entiendo, pero que en esos cuartos vacíos suena con claridad meridiana.
Ver también:
[Alejandra Costamagna] [Oliverio Coelho]