Música: Joaquín Orellana
Por Alejandro Torún
Llego al Teatro Nacional, ese edificio icónico, monumental, que diseñó el maestro Efraín Recinos y que es tan guatemalteco. Está un poco deteriorado. Se le caen los azulejos blancos y azules de la fachada, tiene goteras en el techo, manchas de lluvia en las paredes y alfombras color naranja desgastadas. Pero es bellísimo.
Frente al Teatro de Cámara, una de las dos salas del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, nombre oficial del Teatro, esperamos al Maestro Joaquín Orellana. Después de algunos minutos lo vemos de lejos, viene caminando desde la garita del complejo. Lleva su clásico gorro, y se acerca despacio. El Maestro es de baja estatura, pero su sombra es larguísima y nos cubre a nosotros y a todo el edificio inmenso que está a nuestras espaldas. Estamos en silencio, sonriendo, ansiosos. Veo que trae en la mano una lata de las grandes de cerveza Gallo.
Nos saluda muy contento. Bromea, como de costumbre, y todos reímos. Yo estoy nervioso. Siempre me pongo así cuando lo veo o le hablo. No puedo evitarlo. Supongo que es el efecto que se siente al estar en presencia de un brujo, de un gigante.
Somos cinco amigos que lo visitamos para filmarlo en su estudio, para capturar un ínfimo pedazo de su genialidad y compartirlo con quienes no lo conocen o saben muy poco sobre él. Seguimos al Maestro por un recorrido entre pasillos y escaleras y recovecos del Teatro. Imagino que estamos bajando al inframundo, al Xibalbá de la música actual de Guatemala. Debajo de esa gran estructura que es el Teatro Nacional, en un sótano pintado de amarillo y naranja, con lámparas de neón blanco, con polillas en los dinteles, queda el estudio del Maestro Orellana.
Abre la puerta, enciende la luz, y vemos los objetos mágicos que llenan el salón. Son esculturas muy peculiares de distintas formas. Son instrumentos. Son los útiles sonoros inventados y construidos por el Maestro. Nos invita a sentarnos y hacemos un círculo de sillas de plástico. Lleva puesta una camisa de mangas cortas y debajo una playera con el cuello desgastado, un cinturón de cuero, zapatos bien lustrados. Tiene un bigote negro, lentes pequeños, y una mirada brillante. Hablamos un rato y luego el Maestro se levanta y va hacia uno de los útiles sonoros. Explica cómo se toca, su sonido y su nombre. Lo seguimos al siguiente instrumento, y el siguiente, y el siguiente. Toca cada uno de ellos, llenando el cuarto de música y ruido. Todos estamos como en un trance.
Salimos de su estudio y nos vamos al bar Granada a tomar cervezas y conversar. El Maestro recita a Cervantes, a Neruda, cuenta chistes, escucha nuestras dudas y comentarios con atención. Yo me paso de tragos. Me emborracho. Hablo poco. Trato de recordar la poesía del Maestro. Los sonidos del dolor y la belleza de un pueblo. Ramajes de una Marimba Imaginaria, Humanofonía, Imposible a la X.
Comprendo que en Guatemala no se escuche su música en todas partes, pues su obra nos transporta a un lugar que la mayoría desearía olvidar, o ignorar, o quizás porque vivimos en un charco de indiferencia. Pero no entiendo cómo en el ámbito de la música mundial sólo se conoce su obra en círculos muy pequeños y específicos. Para mí la obra del Maestro Joaquín Orellana es imprescindible. Va desde la poesía a la narrativa al teatro a la música coral, sinfónica, de cámara, y electroacústica. El Maestro escondido, desde su sótano, nos recuerda con experiencias sonoras, con sensaciones inexplicables, del lugar en el que vivimos.
“En mi predio, el más mío, llueve la luz a cántaros. Agua de sol, fecunda, nutriendo germinales que brotan de mi tierra. La tierra de mi predio, por la luz, fecundada. No sé por qué la sombra y su incursión violenta. No sé por qué sus momentos funestos en que callan mis pájaros y mueren mis crisálidas. Si en mi predio, tan mío, hay tanto amanecer, tanto rocío, aromas, anuncios de esplendor, músicas, claridad. Intensa claridad. Incursión de la sombra, creo sólo eres de la muerte una burla impotente.”
Humanofonía
“El infame destierro arrancado de mi sangre en helada mordente soledad. Desde el giro automático de un disco, rumoraba amorosa una marimba, incrustando en el instante frío, pululante llamado, tibio, cruel, dislocando el presente endurecido.
Acariciaba el ronroneo mi tristeza de solitario. Acallaba su blando ulular mi corazón destituido. Ondulaba su caricia por mi piel, mis ojos, mis recuerdos.
Era entonces barrio huyendo en mis oídos. Yo detrás de su imagen, jadeando como perro perdido. Ciudad entre mis huesos. Ciudad huyendo de mis ojos, escapando de mis manos.
Brazo llamando, brazo despidiendo. Despidiendo, llamando. Llamando, despidiendo.
Ahora, en el pecho, en la garganta. Sonido crepitante. Bueno y cruel. Fuego y bálsamo. Esperanza batiendo sones, y esperando.
Avanza, marimba. Lanza, grita, penetra, sacude la selva. Ahonda la vos del gigante, que azusa el galope y aloca la jauría. Avanza, marimba, lanza, grita, penetra, batiendo sonido acediante, marimbala señalando, midiendo, marimbalando el sol, pulsando en el aire de la luna, penetrando el cielo. Golpeteando en las ramas de la noche. Avanza, marimba. Lanza, grita, penetra, desgarra la tierra, danza feroz, inventa, destruye las vallas y despierta el sonido de los sementales.
Ahora, en el pecho, en la garganta. Sonido crepitante. Bueno y cruel. Fuego y bálsamo. Esperanza batiendo sones, y esperando.”
Ramajes de una Marimba Imaginaria