Lugar: Mercedes Cebrián
Le preguntamos a Mercedes Cebrián si se animaba a escribir sobre algún lugar que le fuera especialmente grato o intrigante. Nos mandó este texto breve sobre el museo Victoria and Albert, uno de sus sitios preferidos en la ciudad de Londres.



Fotos de la autora



Ahora que nadie me oye contaré que, tras visitar por primera vez el Museo Victoria and Albert de Londres –conocido por los lugareños como el “Ví and Ei” (V&A;)–, enseguida pensé “este es un museo para chicas”. O mejor, un museo para la idea que ha prevalecido a lo largo de los siglos acerca de los gustos de las chicas, a las que parece interesarnos sobre todo la ropa y lo textil, la decoración, cualquier objeto vinculado con lo doméstico y, en particular, las cosas de tamaño pequeño. Un amigo mío lo corroboró: al recorrer el museo con él me hizo ver que la colección no era lo suficientemente épica, y en eso le doy la razón.

Una vez liberada de la vergüenza que me genera albergar en mi mente este pensamiento reaccionario, podría argumentar mirando a cámara y con frases políticamente correctas que el Victoria and Albert es esencial para comprender las artes aplicadas, que nos habla del desarrollo de la industria tanto en Occidente como en Oriente y que es tal la variedad de objetos expuestos en su colección que cualquier persona puede hallar en él lo que busque. Pero mientras una mitad de mí estaría explicando todo este bla bla bla con cierto aplomo, la otra se olvidaría por completo del grado de coherencia de los criterios museográficos imperantes en el V&A; y se precipitaría hacia la colección de netsuke ¬-esas figuritas que se emplean como adorno en los kimonos-, o a la de sillas y mesas señalables con el dedo por ser verdaderas celebrities del mobiliario; y, cómo no, a la de papeles para la pared diseñados por el prerrafaelita William Morris.

Un museo como éste parece concebido para personas de carácter disperso: hoy estoy con ánimos para ver las tijeras más repujadas del planeta; mañana, en cambio, para mirar zapatos y botas de otros siglos; el martes, para contemplar daguerrotipos. Y es que el Victoria and Albert es ante todo un contenedor de cultura material y por tanto se debe visitar a sorbitos. Para mí es la versión sofisticada de un enorme bazar tradicional de barrio cuyo orgullo radica en tener “de todo”. Y en las entrañas de ese “de todo”, entre centenares de copas, jarrones, frascos y otros objetos de vidrio que fueron soplados con esfuerzo pulmonar a lo largo de la historia, se encuentra, franqueando una discreta puerta-espejo, la sala de los amigos del museo. En esa madriguera luminosa (pues en ciudades de cielo nublado los edificios siempre tienen amplios ventanales) se puede trabajar, leer o charlar con la boca llena de inglesísimo bizcocho y siempre al lado de una tetera bien grande de Darjeeling o de algún otro brebaje que nos remita al pasado colonial británico. Allí, la palabra burguesía recupera su acepción más confortable y cálida, y es en ella –tanto en la sala como en la palabra- donde me gusta quedarme durante un rato para hacer acopio de fuerzas y volver después, arremangándome, al difícil siglo XXI.



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