Lugar: Wilmer Urrelo Zárate
Le preguntamos a Wilmer Urrelo Zárate si se animaba a escribir sobre algún lugar que le fuera especialmente intrigante. Nos mandó este texto sobre los vendedores de libros usados en La Paz, ciudad que el autor confiesa odiar.
Los libreros y La Maldita
Fotos del autor
Muchas veces lo dije y no me arrepiento: odio la ciudad de La Paz, también conocida como La Maldita. Odio esta ciudad fea, fría, jodida por la altura («es inhumano jugar en la altura», dijo un futbolero y vaya razón que tenía).
Una ciudad llena de gente malvada por naturaleza y envidiosa por libre elección.
Sin embargo, no todo es malo dentro de lo malo. Si hay algo de La Maldita que es parte central de mi vida (y que por lo tanto me encanta) es la gente dedicada a la venta de libros usados, llamada de forma pomposa Asociación de Libreros Mariscal de Santa Cruz.
Cuando yo era joven, es decir hace muchos años ya, al salir del colegio iba directamente al lugar donde se encontraban: en esa época estaban sobre la avenida Montes y ahí hallé buena parte de los libros que me harían decidir que lo mío era la literatura. Encontré, por ejemplo, la primera edición y hasta ahora única de Días de papel, de Edmundo Paz Soldán. Compré a casi todo Dostoievski, las novelas de Marcelo Quiroga Santa Cruz, los libros de Jack London e incluso (¡cuélguenme!) las obras completas de Marx. Después de unos años a La Maldita le dio hambre o algo así y empezó a perseguirlos: los libreros, espantados, huyeron hacia una calle pequeña (hoy desaparecida), justo detrás de unas doñas que vendían flores. El que escribe ya era más grande para esos años y ahí conocí grandes libros y otros no tanto. Entre los que recuerdo con cariño están Vicente Leñero y la insuperable Los albañiles, Antonio Muñoz Molina y la mastodóntica El jinete polaco y al buen Cheever y esa novela que al principio no me gustó, pero que luego de leer sus diarios comprendí en toda su profundidad: Falconer. Fueron muchas novelas, muchos libros. Mi biblioteca debe tener unos 2 000 ejemplares y lo digo orgulloso: la mayor parte de ellos, a quienes amo, deben venir de ahí.
Luego de un tiempo La Maldita, hambrienta y babosa, los corrió de ahí y logró acorralarlos en un paseo peatonal oscuro y lleno de rateros y de pis y caca paceñas, un paseo que se encuentra justo detrás de La Casa de la Cultura y ahí empezó su caída. Iba todos los días y los libros, las «novedades» como las llamábamos, nunca llegaban. ¿Qué libros compré en esa época aciaga? Mejor ni recordarlo. O mejor sí. A veces, sin quererlo, ahí también llegan libros nuevos, de librería. Ahí compré, por ejemplo, Casi nada, del buen Daniel Sada.
Gracias a ellos, a los amigos libreros, me volví en un adicto a los libros. En un adicto en el más amplio sentido de la palabra. Adicto a cualquier libro (menos a los de autoayuda, ojo). Adicto a apreciar las ediciones también. ¿Hay algo más hermoso que los libros de Santiago Rueda Editor? ¿Algo más conmovedor que las ediciones que hacía Destino en esa colección en la cual se publicó Réquiem por un campesino español, del más o menos injustamente olvidado Ramón J. Sender?
Ahora La Maldita logró atraparlos. Los volvieron a cambiar de lugar gracias a la política clase mediera del alcaide (no es un error) de esta ciudad: los metieron a un mercado oscuro y plomizo… sí, una metáfora bien escrita: ¡se los tragó La Maldita! Están ahí, mis amigos, encerrados entre paredes frías y húmedas.
En esta nueva circunstancia los libros parecen volver, pero ya no es como antes. Algo, los jugos gástricos de La Maldita, los ha matado.
¿Será ese su destino final?
Otras entradas:
[Pilar Quintana]
[Mercedes Cebrián]
[Ronaldo Menéndez]
Los libreros y La Maldita
Fotos del autor
Muchas veces lo dije y no me arrepiento: odio la ciudad de La Paz, también conocida como La Maldita. Odio esta ciudad fea, fría, jodida por la altura («es inhumano jugar en la altura», dijo un futbolero y vaya razón que tenía).
Una ciudad llena de gente malvada por naturaleza y envidiosa por libre elección.
Sin embargo, no todo es malo dentro de lo malo. Si hay algo de La Maldita que es parte central de mi vida (y que por lo tanto me encanta) es la gente dedicada a la venta de libros usados, llamada de forma pomposa Asociación de Libreros Mariscal de Santa Cruz.
Cuando yo era joven, es decir hace muchos años ya, al salir del colegio iba directamente al lugar donde se encontraban: en esa época estaban sobre la avenida Montes y ahí hallé buena parte de los libros que me harían decidir que lo mío era la literatura. Encontré, por ejemplo, la primera edición y hasta ahora única de Días de papel, de Edmundo Paz Soldán. Compré a casi todo Dostoievski, las novelas de Marcelo Quiroga Santa Cruz, los libros de Jack London e incluso (¡cuélguenme!) las obras completas de Marx. Después de unos años a La Maldita le dio hambre o algo así y empezó a perseguirlos: los libreros, espantados, huyeron hacia una calle pequeña (hoy desaparecida), justo detrás de unas doñas que vendían flores. El que escribe ya era más grande para esos años y ahí conocí grandes libros y otros no tanto. Entre los que recuerdo con cariño están Vicente Leñero y la insuperable Los albañiles, Antonio Muñoz Molina y la mastodóntica El jinete polaco y al buen Cheever y esa novela que al principio no me gustó, pero que luego de leer sus diarios comprendí en toda su profundidad: Falconer. Fueron muchas novelas, muchos libros. Mi biblioteca debe tener unos 2 000 ejemplares y lo digo orgulloso: la mayor parte de ellos, a quienes amo, deben venir de ahí.
Luego de un tiempo La Maldita, hambrienta y babosa, los corrió de ahí y logró acorralarlos en un paseo peatonal oscuro y lleno de rateros y de pis y caca paceñas, un paseo que se encuentra justo detrás de La Casa de la Cultura y ahí empezó su caída. Iba todos los días y los libros, las «novedades» como las llamábamos, nunca llegaban. ¿Qué libros compré en esa época aciaga? Mejor ni recordarlo. O mejor sí. A veces, sin quererlo, ahí también llegan libros nuevos, de librería. Ahí compré, por ejemplo, Casi nada, del buen Daniel Sada.
Gracias a ellos, a los amigos libreros, me volví en un adicto a los libros. En un adicto en el más amplio sentido de la palabra. Adicto a cualquier libro (menos a los de autoayuda, ojo). Adicto a apreciar las ediciones también. ¿Hay algo más hermoso que los libros de Santiago Rueda Editor? ¿Algo más conmovedor que las ediciones que hacía Destino en esa colección en la cual se publicó Réquiem por un campesino español, del más o menos injustamente olvidado Ramón J. Sender?
Ahora La Maldita logró atraparlos. Los volvieron a cambiar de lugar gracias a la política clase mediera del alcaide (no es un error) de esta ciudad: los metieron a un mercado oscuro y plomizo… sí, una metáfora bien escrita: ¡se los tragó La Maldita! Están ahí, mis amigos, encerrados entre paredes frías y húmedas.
En esta nueva circunstancia los libros parecen volver, pero ya no es como antes. Algo, los jugos gástricos de La Maldita, los ha matado.
¿Será ese su destino final?
Otras entradas:
[Pilar Quintana]
[Mercedes Cebrián]
[Ronaldo Menéndez]