Lugar: Gabriela Bejerman
Le pedimos a Gabriela Bejerman que nos contara sobre algún lugar especialmente grato para ella. Nos mandó este texto sobre La isla, un refugio para "gente que huye de la ley, travestis en busca de paz y escritores ermitaños".



La isla
Fotos de la autora


Son muchas, pero les dicen como si fuera una sola: la isla. Es un gran delta: ríos, arroyos y acequias delimitan un espacio salvaje a media hora de la capital argentina. Hay gente que vive ahí y otra que va a pasar los fines de semana. Se oye mucho guaraní porque gran parte de la población es paraguaya. A ese territorio fueron a refugiarse muchos, gente que huye de la ley, travestis en busca de paz, escritores ermitaños y otros que simplemente encontraron su lugar en la isla. Hace unos años empecé a alquilar una casita de adobe, es blanca, y los marcos de las ventanas, amarillos. Se llama “Jirafa orgullosa”.

Al despertarme, una mañana de marzo, salí a caminar por lo agreste, a lo largo del arroyo Santa Rosa. Las plantas me hablaban, el cielo era pura generosidad, la luz sonreía como si me estuviera saludando. Entonces supe que la felicidad estaba cerca, estaba ahí, y decidí quedarme. Ahora me encanta sentarme en la galería a leer, escribir y, por supuesto, tomar mate… Ahí uno se da cuenta de que el tiempo pasa por el agua de los ríos que sube y baja constantemente, impredeciblemente. Así aprendí que el agua “entra”, y eso es una alegría: así hay agua en los tanques, las lanchas pueden circular y el río no está vacío sino rebosante, satisfecho.

Los personajes más sociables de la isla son los perros. Muchos no tienen dueño y están ahí porque alguien quiso deshacerse de ellos. Cada vez que llego, aparece Chico: negro y hermoso, con cola de plumero y dientes brillantes. Viene galopando hacia mí exultante, llora de alegría cuando lo empiezo a golpetear como a él le gusta. A cambio, me entrega toda su fuerza y algo que se parece a una sonrisa. Ladra a coro con los otros perros; hay guerras feroces de una ribera a otra del arroyo. Flash, que tuvo algún antepasado pastor alemán, lo desafía del lado de enfrente a máxima velocidad, y Chico, de este lado, corre a la par. Otra perra muy simpática que siempre encuentra a quién seguir es Canela, también llamada Luna. Claro, como no tienen dueños, cada uno le pone el nombre que quiere; según por dónde ande cambia de nombre. Ella es una falsa Doberman, petacona y de orejas caídas, capaz de humillarse para conseguir lo que quiere: comida y compañía. Ella y Chico se llevan muy bien, parece que ella lo adoptó de hijo. A veces estamos los tres en el muelle; yo, tomando mate y ellos, sol. Siempre tienen barro en las patas, al saludarte te llenan de huellas color gris arcilla. Pero también hay un perro negro y malo que se atreve a subir a mi galería y nada lo asusta, al contrario, él me asusta a mí. Anda siempre con los pelos parados y tiene tanta electricidad malhumorada que vive gimiendo, casi llorando de angustia, como diciendo: necesito una tonelada de amor que me tranquilice. Pero nadie se anima a quererlo.

Uno de los favoritos es Toto, el caballero del barrio. Se sienta en el muelle y vigila el lío que hacen los otros, sin participar demasiado. Es muy buen mozo, de melena abultada. Parece un hombre de cincuenta años y tolera el alboroto de los otros que vendrían a ser adolescentes. A él lo dejo subir a mi casa, pero hasta la escalerita. Que respete mis límites demuestra lo educado que está. En cambio Chico no tuvo educación. Lo abandonaron en la isla y la falta de dueño echó a perder su carácter. Una vez una señora buena lo persiguió con un aerosol plateado, como estaba lastimado quería ponerle “cura bichera” (otra de las expresiones que conocí) para que no se agusanara. El tonto no se quería dejar. Aunque hay muchos que no lo quieren a Chico, dicen que es un perro malo que muerde turistas y paraguayos, yo creo que xenófobo no es.

Cuando vamos a dar la vuelta al Biguá, un sendero agreste de hora y pico de caminata, todos se entusiasman y vienen conmigo. Yo cruzo por los puentes, que son grandes troncos de madera. En cambio ellos, aunque haga frío, se tiran al agua y eligen el lugar más cercano a mi cuerpo para sacudirse el propio. Cuando estamos en medio del monte, sin más ruido que los pájaros y el crujir de las hojas, soy parte de la jauría. Y así, cuando aparecen nuevamente las casitas, las cumbias en la radio y los motores de las lanchas, me doy cuenta de que soy otra: en algún momento del paseo, volví a nacer.



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